jueves, 1 de septiembre de 2011

SER O NO SER UN FRAUDE



William Shakespeare es el arquetipo del idioma inglés, sin duda alguna el escritor más popular y exitoso de la lengua anglosajona. Multitudes se han deleitado que generaciones enteras. Su forma de escribir es tan pulcra, tan genial que de hecho para algunos es demasiado bueno para ser cierto. Este debate comenzó hace cerca de 300 años, al principio con ideas que rayan en la discriminación pero que pronto encontrarían el sustento que les ha permitido llegar a nuestros tiempos.

Shakespeare tuvo un origen humilde, en un pequeño pueblo llamado Stratford, cerca del poblado de Birmingham. Fue el tercero de 8 hijos y su padre se dedicaba a fabricar guantes. No hay constancia de que el pequeño William recibiera una educación mejor que la de un habitante promedio de la región. El más grande dramaturgo de la historia sabía poco de Latín y era un actor. Por supuesto que muchos no estaban convencidos de que un hombre que apenas sabía leer y escribir poseyera los rigurosos conocimientos legales, históricos y matemáticos que salpican las tragedias, comedias y sonetos atribuidos a Shakespeare. Era igualmente sospechoso el detallado entendimiento de costumbres y hábitos de la nobleza inglesa. Su origen rural no cuadraba con la calidad y perfección de su trabajo. Pronto, nombres más sofisticados comenzaron a asociarse a las obras de Shakespeare, siendo muy populares como autores alternativos el filósofo Francis Bacon y el autor Edward de Vere.

Como ya hemos aprendido en este blog, siempre que hay una pregunta sin respuesta, se debe recurrir a la estadística. Y eso se hizo entre 1887 y 1901. Thomas C. Mendenhall decidió probar de una vez por todas la autoría de Shakespearea a través de un sencillo análisis estadístico. Utilizando una muestra de palabras que tomó de obras de Shakespeare y de otros autores, Mendenhall analizó la longitud, en letras, de los distintos vocablos usados por el autor. Él argumentaba que un sello distintivo del trabajo de un escritor es el uso reiterado de palabras de palabras cortas o largas. En The Popular Science Monthly, con fecha de diciembre de 1901, se publicaron los resultados, de los cuales se extrae este gráfico:

  (Clic en la imagen para visualizar en tamaño completo)  

Mendenhall concluye que Bacon no puede ser el autor real porque usó palabras cortas y largas de forma distinta a la encontrada en los textos de Shakespeare. Como se observa en la parte izquierda, las dos líneas presentan formas muy disparejas. Lo verdaderamente interesante es el resultado que se muestra en la parte derecha: una concordancia casi perfecta con la distribución de palabras usadas por Christopher Marlowe. El autor del estudio escribió: “Christopher Marlowe concuerda [en la distribución] con Shakespeare tanto como Shakespeare concuerda consigo mismo”.

El estudio de Mendenhall es el primer indicio científico que pone en duda el trabajo de Shakespeare. Claramente, es difícil creer que el uso de palabras largas o cortas sea lo único que diferencia a los escritores por lo que el análisis de Mendenhall pierde prominencia por su simplicidad. Aún así, la fama del Bardo se pondría en duda por algo más de un siglo, con varios estudiosos a favor de la hipótesis propuesta por Mendenhall, pasando por alto las claras deficiencias del análisis. 

Durante el siglo XX se realizaron algunos esfuerzos por mejorar el análisis estadístico de textos. En particular es importante recordar los trabajos de Yule (1938) y Morton (1965), así como el primer trabajo que propuso el análisis de conteos y frecuencias de palabras, presentado en 1964 por Mosteller y Wallace. Fue precisamente el análisis de frecuencias la herramienta que permitiría a Shakespeare recobrar su prestigio.

En 2003, Albert Yang y algunos colaboradores presentaron un análisis estadístico un poco más sofisticado que el realizado por Mendenhall. Yang utilizó una variante del Análisis de Conglomerados para clasificar distintas obras de Shakespeare y de Marlowe. Este análisis ha sido utilizado exitosamente para clasificar variedades de animales, insectos, hallazgos arqueológicos y pacientes con depresión. Es además una técnica indispensable al momento de clasificar consumidores: algunos aún la llaman la base de la segmentación de mercados. Pensando en recurrir a las potentes herramientas de clasificación del análisis cluster, Yang diseñó una medida de similitud de textos basada en los conteos de palabras y de esa forma intentó de una vez por todas definir si Shakespeare era... realmente Shakespeare.

 

¿Los resultados? Bueno, para tranquilidad de los seguidores del Bardo, Yang descubrió que las obras de Shakespeare no eran clasificadas de forma similar al trabajo de Marlowe. Todo parece indicar que el escritor de Stratford bien puede jactarse de haber creado su propia leyenda. Sin embargo, el análisis encontró otro resultado interesante. Es natural suponer que el estilo de un escritor variará con el tiempo, de acuerdo a sus conocimientos, desarrollo intelectual y a las experiencias que enfrenta a lo largo de su vida. Shakespeare no fue la excepción. Al analizar el orden cronológico de sus obras, el análisis textual hizo evidente que su vocabulario y calidad literaria iba cambiando... volviéndose cada vez menos “Marlowe”. El análisis estadístico encontró una interesante similitud entre las primeras obras de Shakespeare y el trabajo de Marlowe, tendencia que parece perderse en los últimos escritos. ¿La explicación? Tal como apuntan algunos autores, el joven Shakespeare bien pudo estar fuertemente influenciado por el trabajo de Christopher Marlowe. Algunos eruditos incluso subrayan la existencia de una cercana colaboración entre ambos escritores. Sin embargo, al madurar el estilo de Shakespeare, este se fue diferenciando cada vez más, volviéndose muy distinto a la obra de Marlowe. Es bien sabido que Shakespeare solía plagiar ideas e historias de antiguos trabajos, mitos y leyendas (Romeo y Julieta es sospechosamente similar a una obra de Arthur Brooke), así que no es de sorprender que, al menos en principio, haya sido influenciado por uno de los principales y más reconocidos autores de la época.

Así es como William Shakespeare enfrentó un debate que durara más de 300 años, con su credibilidad siendo defendida por un abogado muy peculiar: el análisis estadístico. Seguramente habrá más controversia alrededor del gran escritor de Stratford, pero la última palabra la tendrá un especialista en estadística.

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